martes, 30 de marzo de 2010

El filósofo como un buen preguntón

Fuente: Frassineti de Gallo, Fernández Aguirre de Martínez, Filosofía Viva - Antología, Ed. AZ, Buenos Aires, 2006.



domingo, 28 de marzo de 2010

Frases de Lao-Tsé, Filósofo chino.

Lao-tsé
570 aC-490 aC. Filósofo chino considerado el fundador del taoísmo.

Con buenas palabras se puede negociar, pero para engrandecerse se requieren buenas obras.
 
No vayas contra lo que es justo para conseguir el elogio de los demás.
 
Saber que no se sabe, eso es humildad. Pensar que uno sabe lo que no sabe, eso es enfermedad.
 
El que sabe no habla, el que habla no sabe.
 
Las palabras elegantes no son sinceras; las palabras sinceras no son elegantes.
 
El sabio no enseña con palabras, sino con actos.
 
Si das pescado a un hombre hambriento, le nutres una jornada. Si le enseñas a pescar, le nutrirás toda la vida.
 
El que domina a los otros es fuerte; el que se domina a sí mismo es poderoso.
 
Un viaje de mil millas comienza con el primer paso.
 
El hombre corriente, cuando emprende una cosa, la echa a perder por tener prisa en terminarla.

Descender al interior del alma. (Isaac de Nínive)

Esfuérzate por penetrar en la sala de los tesoros de tu interior y te encontrarás en los salones del cielo. Aquélla y éstos son una misma cosa. Una sola entrada permite ver la una y los otros. La escala del cielo está oculta en el interior de tu alma. Salta desde el pecado para bucear en lo más profundo de tu alma y encontrarás una escalera para ascender. El camino hacia Dios es aquí bajada a la propia realidad. El salto para bucear en las profundidades se da desde el trampolín del pecado. Es él precisamente el que me puede lanzar al abandono de los ideales del espíritu forjados por mí mismo y lanzarme a las profundidades del alma. Allí están juntos mi corazón y Dios. Allí está también la escalera para ascender a él.

(Citado en “Una espiritualidad desde abajo”, Ansel Grun y Meinrad Dufner, Ed. Nancea, Madrid 2005)

Dar la vida todos los días

Origen: lo desconozco.

Si eres padre o madre de familia, estoy seguro de que estás dispuesto a morir por tus propios hijos: prefieres sufrir tú y que no sufran ellos, morir tú y que ellos vivan. ¿Verdad que no me equivoco?
Pues bien, solamente quiero decirte hoy que es mucho más fácil morir en un acto de heroísmo, por salvar un hijo, que ir muriendo lentamente, día a día, minuto tras minuto, por ir formando a ese hijo, o por irte formando a ti mismo.
Ir dejando jirones de la vida en las noches largas sin sueño, en las horas de trabajo agotador, en las tardes solitarias atendiendo las diarias obligaciones... eso no será llamativo, pero es más meritorio.
No derramar la sangre en tres minutos, sino ir dejando gota tras gota en cada acción que cumplimos, en cada victoria sobre nosotros mismos, en cada vencimiento de nuestro carácter o de nuestro temperamento, en la palabra que callamos o en la sonrisa que ofrecemos... eso es morir día a día, eso es ser héroe... desconocido, pero héroe...

¿Qué es la Antropología Filosófica? (Introducción)

Origen: www.mercaba.org

Antropología filosófica


Reflexión filosófica que considera al hombre (anthropos) como objeto de estudio en una perspectiva global. Como reflexión filosófica no es una ciencia, sino un análisis de los fundamentos de la misma noción de ser humano, y de la consideración de éste como punto de partida de todo conocimiento sobre sí mismo y sobre el mundo. En este sentido es, como dice Max Scheler, un puente entre las ciencias y la metafísica. Por ello, no es una disciplina filosófica que trate de establecer apriorísticamente las características de una pretendida esencia humana inmutable, sino que parte de las ciencias humanas, tales como la antropología física, la antropología cultural, la psicología, la lingüística, la sociología, etc., para elaborar una reflexión sobre el ser humano en su globalidad, capaz de explicar cómo este ser humano es la condición de posibilidad de tales ciencias y, en general, de la conducta humana: lenguaje, arte, ciencia, religión, mitos, acción moral, agresividad (ver texto ). Por ello, no se trata de un estudio particular sobre las características humanas, sino una reflexión filosófica y holística acerca del ser humano. El énfasis que se ponga en el carácter de sujeto trascendental del ser humano(Kant, Husserl), o en su historicidad (Hegel, Marx), o en su carácter de ser social definido esencialmente por el trabajo (Marx, ver texto ), o en su carácter de ser carencial para la acción (Gehlen, ver texto ), o en su carácter de homo faber (Bergson, ver texto ), o en su carácter de ser simbólico (Cassirer, ver texto ); el énfasis que se ponga en considerar la existencia como prioritaria, por encima de una hipotética esencia (Heidegger, Sartre y el existencialismo), etc., determinará las distintas orientaciones de la antropología filosófica.
La antropología filosófica apareció en la época moderna, ya que sólo a partir del siglo XVII pudo empezarse a considerar el hombre independientemente de la teología, y desde sus inicios estuvo fuertemente marcada por el dualismo cartesiano y por el enfoque kantiano. (ver antropología). No obstante, aunque moderna como disciplina filosófica, la reflexión sobre el hombre es tan antigua como la filosofía misma, razón por la cual la antropología se ha contagiado de la anfibología que presenta este término (ver texto). En cierto sentido, enlaza con el ideal socrático del «conócete a ti mismo» y de la concepción aristotélica del hombre entendido como «animal racional», como «animal político» y como «animal que habla» (ver texto ), y surge del esfuerzo constante de la filosofía -con dos momentos particularmente antropocéntricos: el Renacimiento y la Ilustración- por aclarar el concepto que el hombre tiene de sí mismo, y su situación en el mundo, (momentos en los que también se pone en duda el carácter naturalmente político del hombre, como en el caso de Hobbes, por ejemplo (ver texto ). Si la filosofía antigua giraba fundamentalmente alrededor de la noción de «cosmos» y reflexionaba sobre el hombre en relación con la naturaleza, y la filosofía medieval entendía al hombre como una parte del orden divino, solamente la filosofía moderna ha permitido desatar al hombre de estas ligaduras a la vez que, con ello, crecía la noción de sujeto y de individuo (no en vano la filosofía moderna nace con la afirmación del «yo» cartesiano). En definitiva, pues, si es cierto que en toda filosofía hay una reflexión sobre el hombre (que puede provenir de rasgos mítico-religiosos o ser fruto de la reflexión filosófica propiamente dicha), solamente a partir de la época moderna se abre una nueva perspectiva: el hombre ya no se entiende solamente desde su hipotética naturaleza, ni desde una perspectiva sobrenatural, sino que se liga a su acción: a sus producciones, a sus obras y a sus relaciones con los otros hombres.
                El tema del hombre aparece en la filosofía moderna entendido como «sujeto» o como «razón» y como último eslabón de todo preguntar filosófico. Las preguntas de Kant al respecto hacen clásico el planteamiento y señalan este giro antropológico: «¿Qué puedo saber? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo esperar? ¿Qué es el hombre? A la primera cuestión, responde la metafísica; a la segunda, la moral; a la tercera, la religión y, a la cuarta, la antropología. Sin embargo, en el fondo, se podría poner todo esto a cuenta de la antropología, porque las tres primeras cuestiones se refieren a la última». Pero Kant, a pesar de su distinción entre una antropología fisiológica y una antropología en sentido pragmático, distinción que señala las dos grandes direcciones de la antropología física y de la
antropología cultural y social, no llega a tematizar una antropología filosófica, aunque abre las puertas a esta disciplina. Las primeras reflexiones pertenecientes a una antropología filosófica se sitúan en el último Schelling, en Feuerbach, en Kierkegaard, en Marx y en Nietzsche.
                Especialmente relevante es la posición de Feuerbach, para quien el hombre es el único objeto universal de la filosofía, razón por la cual la antropología deviene la única ciencia universal a la que deben reducirse tanto la teología como la religión, y la única ciencia capaz de determinar claramente la separación entre el hombre y el animal (ver texto 1  y texto 2 ). Más tarde, la teoría de Darwin, al señalar el puesto biológico de la especie humana dentro del contexto de la evolución de las especies y el psicoanálisis de Freud, al señalar el inconsciente como motor de la conducta humana, abrieron nuevas perspectivas en la consideración del ser humano (ver texto ).
                Se considera, no obstante, a Max Scheler (1875-1928) como el iniciador de una antropología filosófica que tiene plenamente en cuenta el fenómeno de la cultura y la historia (El puesto del hombre en el cosmos, 1928). Para Scheler, la antropología filosófica debe tratar al hombre no solamente como naturaleza o como vida; no solamente como voluntad, como sujeto o como razón, sino como hombre en su totalidad. La misión de la antropología filosófica es la de explicar, a partir de la estructura fundamental del ser humano, todas las funciones y obras específicamente humanas: el lenguaje, la moralidad, el Estado, las armas, la guerra, los instrumentos, la técnica, la religión, el arte, la ciencia y la filosofía misma. A partir de aquí, Scheler otorga al hombre un lugar especial en el cosmos, por su intencionalidad, su apertura al mundo, su libertad y por la capacidad de poder
trascender lo inmediato. En el aspecto biológico Scheler considera que no hay diferencias esenciales entre el hombre y los animales, sino solamente diferencias de grado. Pero Scheler insiste en la existencia en el ser humano de una dimensión, en cierto modo opuesta a la vida, que es la dimensión del espíritu que lo separa de la mera animalidad. Por ella, el hombre es el ser capaz de «decir no», capaz de desligarse de sus instintos y de adaptar el medio ambiente a sus necesidades en lugar de adaptarse él al medio ambiente como hacen los animales. En resumen, Scheler afirma que, mientras la imaginación, la memoria, la sensibilidad y el sentimiento son fenómenos vitales no muy distintos de los propiamente biológicos -razón por la cual, en este aspecto, la diferencia entre el hombre y los animales es solamente de grado-, en el hombre aparece una dimensión diferente: la dimensión del «espíritu», opuesta en cierto sentido a la vida, y que permite al hombre reprimir y controlar sus impulsos, de manera que el «espíritu» se ve potenciado por esta autonegación ascética. Este planteamiento metafísico, y todavía tradicional -puesto que sigue siendo dualista, al oponer el cuerpo animado y el espíritu-, se verá superado por un enfoque que insiste más en la dimensión biológico-antropológica (ver texto ). Este movimiento se inicia también en Alemania, después de la segunda guerra mundial, sobre todo por obra de Helmuth Plessner (Antropología filosófica, 1971). Parte de la consideración de la base biológica, verdadera condición humana, desde la cual se constituye el hombre en la historia, y propugna la independencia de la antropología filosófica respecto de cualquier otra ciencia. Parecida línea de planteamiento siguen los trabajos de Arnold Gehlen, filósofo y sociólogo (Investigaciones antropológicas, 1961). Gehlen insiste en el aspecto inacabado del ser humano, caracterizado como ser biológicamente no especializado y con una larga infancia dependiente de los adultos. Esta caracterización del hombre como «ser carencial», expresión ya utilizada por Herder (ver texto ), o como «animal no fijado» (expresión que Gehlen extrae de Nietzsche), es la que determina tanto su capacidad de aprendizaje como su capacidad de transformación de la naturaleza. En dicha capacidad se manifiesta el carácter fundamental del ser humano, a saber, la «acción». Este principio de la «acción» (que recibe Gehlen a partir del pragmatismo americano y de la filosofía de Bergson) le permite eliminar el dualismo que estaba en la base de la antropología filosófica desde Descartes, Kant y Scheler, ya que en la acción confluyen todos los aspectos del ser humano: su cuerpo, su naturaleza, su inteligencia, su sociabilidad y su cultura.
                Por otra parte, Heidegger con su obra Sein und Zeit(Ser y tiempo), al fundamentar la filosofía sobre la base del tipo de ser que es el ser humano, abre también una fructífera reflexión antropológica. No obstante, Heidegger mismo, en Kant y los problemas de la metafísica, señala las dificultades de una antropología filosófica pues, si desde un punto de vista holístico y antropológico se puede considerar que «nada es comprendido hasta no ser aclarado antropológicamente» (Kant y los problemas de la metafísica, FCE, México 1973, 2ª ed. p.175), y si consideramos que «la totalidad del ente puede referirse al hombre en alguna forma», «la antropología se hace tan amplia que se pierde en la más completa indeterminación» (ver texto ).
Otros autores, como Martin Buber, Landsberg, Nicolai Hartmann, Groethuysen, o Ernst Cassirer, han hecho contribuciones importantes a la moderna antropología filosófica. El psicoanálisis tendrá también un lugar fundamental en la antropología, especialmente por su concepción del inconsciente, lo que permite elaborar toda una concepción de los mitos, los ritos, las prohibiciones, los tabúes y, en definitiva, elaborar una concepción del hombre y de la cultura. Se puede hablar también de una antropología existencialista, ya que las filosofías existencialistas en conjunto (bajo la influencia inicial de Heidegger y Sartre, especialmente) estudian las condiciones más íntimamente constitutivas del hombre desde las cuales éste ha de desarrollarse como proyecto. Puede hablarse también de una antropología estructuralista que cuestiona la noción general de sujeto humano y que procede fundamentalmente de la antropología cultural francesa y, en general, del movimiento estructuralista.
                De entre los teóricos del estructuralismo destaca Lévi-Strauss quien, al dar la primacía al sistema por encima de sus elementos, considera que la estructura trasciende la realidad empírica y es la que da fundamento a los modelos construidos sobre ella. Así, las relaciones sociales situadas en el nivel de lo real, se asientan sobre las estructuras sociales, situadas en el nivel de lo simbólico. De esta manera, el nivel simbólico e inconsciente es la auténtica base de lo real, ya que solamente la estructura es la que posibilita la inteligibilidad de las relaciones sociales. Con ello, además, se limita el papel del sujeto, ya que éste no tiene significado por sí mismo, sino solamente en relación con las estructuras sociales y culturales que son las que lo dotan de sentido. El sujeto, «el niño mimado que ha ocupado demasiado tiempo la escena filosófica», cede su lugar a las estructuras simbólicas que lo
trascienden, las únicas que son plenamente objeto del estudio científico, ya que son las que pueden dar explicación de los fenómenos sociales. Por ello, Lévi-Strauss proclamaba de forma provocadora que «el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo» (ver texto  ).
                Por otra parte, también dentro de la corriente estructuralista es destacable la concepción defendida por Foucault, que sostiene que «en nuestros días lo que se afirma es el fin del hombre, su dispersión absoluta» ya que, por otra parte, «el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. El hombre es una invención reciente, y su fin está próximo» (M. Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1968, p.375, ver texto ). Foucault señala que en realidad el hombre no es propiamente el objeto de estudio de ninguna de las ciencias que afirman estudiarlo, ya que aquello que realmente estudian estas ciencias son las estructuras económicas, psicoanalíticas, lingüísticas, de parentesco, etc., en las que vive el hombre. De esta manera, según Foucault, más que estudiar el hombre estas ciencias, lo fragmentan y reducen a estructura. Ante esta fragmentación también se alzan voces, como las de Edgar Morin, por ejemplo, que señalan que lo que ha muerto no es el hombre, sino la imagen autoidolatrada del hombre que sólo se admira en la ramplona imagen de su racionalidad, y que se ha reducido a su mero aspecto técnico de homo faber y de homo sapiens, despreciando otras dimensiones tan importantes como la afectividad, la desmesura o la fiesta. Por ello, señala este autor que el auténtico hombre se halla en la dialéctica entre sapiens-demens (ver texto ). En el estudio de la constitución de la noción fundante de sujeto en la modernidad, y en su deconstrucción, destaca también la obra de filósofos como Deleuze y Derrida.Por último, cabe destacar también las aportaciones a la antropología procedentes de la sociobiología.

sábado, 27 de marzo de 2010

¿Qué es la Antropología Filosófica?

Para ingresar al estudio de la Antropología Filosófica, primero conozcamos el significado de los términos “Antropología” y “Filosofía”.

Antropología. (De antropo- y -logía).

1. f. Estudio de la realidad humana.

2. f. Ciencia que trata de los aspectos biológicos y sociales del hombre.

Filosofía. (Del lat. philosophĭa, y este del gr. φιλοσοφία).

1. f. Conjunto de saberes que busca establecer, de manera racional, los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento de la realidad, así como el sentido del obrar humano.


El centro de reflexión de la antropología filosófica es el ser humano.

Busca comprender al hombre como un ser que vive y sabe que vive. Él es el único ser que necesita comprenderse para saber quién es, quién quiere ser y qué puede realizar. Preguntas:

¿quién soy?

¿qué quiero ser?

¿qué puedo hacer?

El hombre percibe su vida como una posibilidad única en la que ganarse o perderse dependen de sí mismo. Este impulso hacia el saber brota de la conciencia de su propia finitud, es decir, de saber que no es dueño del tiempo y, por lo tanto, necesita diseñar su vida.

La antropología filosófica reflexiona acerca de la existencia humana, la cual es de suyo compleja y problemática. En su libro El problema del hombre dice Gevaert: “La antropología filosófica no crea ni inventa los problemas del hombre. Los encuentra, los reconoce, los asume, los examina críticamente”.

Las preguntas “¿Quién soy?” “¿Quién quiero ser?” son propias del modo de existir del hombre. Por eso la antropología filosófica se pregunta por aquello que determina y posibilita la existencia humana, en la cual reside la dignidad propia del hombre.

El objeto al que dedicaremos nuestra atención es el hombre, con un plus que es saber que ese objeto al que buscamos conocer es un sujeto.

Cuando preguntamos qué es el hombre pedimos como respuesta un ente, una esencia acabada, un algo.

Cuando preguntamos quién es el hombre preguntamos por alguien y este alguien es un sujeto haciéndose, una posibilidad que busca concretarse.

La representación que cada uno de nosotros tiene del hombre está plasmada de valores y fines, que orientan nuestra acción.

No hay ningún hombre que exista sin tener que comprender. La necesidad de saber no es ajena al hombre, lo constituye. La subjetividad humana es una subjetividad que interpreta, lo cual implica una toma de posición respecto de sí y de los otros.

De este modo los hombres vamos dando significado a nuestras acciones, elecciones, tareas, transformando el tiempo de nuestra vida en historia. Con estos momentos del presente que se van transformando en historia se van armando estructuras significativas desde donde SE COMPRENDE EL PASADO Y SE PROYECTA EL FUTURO. La vida humana es un acontecer que se va narrando, es historia.

La antropología filosófica es necesariamente histórica. Recoge lo que el hombre ha dicho de sí mismo y lo interpreta desde el presente. La antropología debe hacerse cargo de esta dimensión histórica del hombre, de la red de significados que se van construyendo en el tiempo.

Articulación de la antropología filosófica con las otras antropologías y demás ciencias que estudian al hombre.

A partir del siglo XIX y a lo largo del XX asistimos a una multiplicación de las ciencias que estudian al hombre. La consolidación de las ciencias humanas y el surgimiento de una serie de antropologías (cultural, física, social, médica, psicológica, religiosa) puso de manifiesto un interrogante: ¿Cómo hablar del hombre en medio de tantos discursos sobre él?

La antropología filosófica contemporánea se ha ido haciendo cargo de los aportes de estas ciencias, ubicándose en el cúmulo de saberes que nos ofrecen, no para renegar de ellos, sino, más bien, preguntándose en qué modifican el concepto que el hombre tiene acerca de sí.

Lo que llamamos hombre es, al mismo tiempo, el producto de una serie de determinaciones biológicas, psicológicas, sociales, culturales; y una posibilidad de realización, de deseos, de libertad. Mientras que las ciencias aportan cada día más datos específicos respecto de tales determinaciones, la antropología filosófica reflexiona tratando de integrar estos datos e interesándose en mostrar el entrecruzamiento que se produce entre lo determinado y lo indeterminado de la vida humana, entre condicionamientos y libertad.

El hombre, a partir de lo que es, se proyecta hacia lo que no es aún y desea ser. Estando determinado, viviendo en una situación concreta, en un aquí y un ahora, está impulsado a construirse a sí mismo, a ser él mismo con los otros, dándose libertad para hablar, para desear, dándoles sentido a sus vínculos, siendo libre para amar, trabajando en la construcción del mundo como un espacio habitable y digno.

miércoles, 24 de marzo de 2010

¿Qué cosa es el valor?


Ponencia del Dr. Jaime Antúnez Aldunate en el VI Encuentro Mundial de las Familias

¿Qué cosa es el valor?
¿Qué cosa es el valor?
¿En nombre de qué podemos afirmar que tal acto humano es bueno o malo, tal conducta justa o injusta, tal comportamiento correcto o no?

Nuestra época, nosotros mismos, perturbados muchas veces por los inmensos cambios que vemos a nuestro alrededor y que afectan de forma muy concreta nuestras vidas y las de nuestras familias, nos habremos de hacer muchas veces esta pregunta: ¿Sobre qué, a fin de cuentas, se apoyan los valores y los principios éticos?

Para responder a esta pregunta, las generaciones que nos precedieron se apoyaban sobre dos fundamentos. El primer fundamento era religioso: Dios manifestaba su voluntad a través de su ley. Este fundamento no excluía sino que abrazaba asimismo el orden de la razón, como lo expresa con claridad Tertuliano, a quien cita el Catecismo de la Iglesia Católica en su capítulo sobre la Ley Moral: “El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley: Animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo”. Se entiende de este modo que es intrínseco a la dignidad del hombre que su inteligencia haya sido creada con la capacidad de aprehender la verdad. La verdad sobre el hombre puede así ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno, lo cual lejos de ser una limitación es la real garantía de poder obrar moralmente con libertad.

El segundo fundamento sobre el qué se apoyaban los valores y los principios éticos era de carácter metafísico: los griegos (v.gr. Aristóteles y los estoicos) evocaban la naturaleza humana, con lo que ella suponía de consonancia armónica entre el cosmos y la conciencia personal. Muchos siglos después, el filósofo alemán Emmanuel Kant -para quién la filosofía como moral se nutre en último término de la esperanza de que Dios exista- elegiría otra perspectiva metafísica: fundó su ética sobre el bien, buscado en cuanto él mismo (“Hacer el bien porque es el bien”) y percibido como un imperativo categórico.

¿Qué nos sucede entre tanto hoy?

Resulta claro que estos dos pilares –el religioso y el metafísico- que fundamentaban para nosotros y para nuestros mayores la moral y los valores, se han derrumbado ante nuestros ojos. La religión ya no representa una referencia común para las sociedades occidentales (a diferencia de lo que acontece en ciertas sociedades islámicas). Y por lo que se refiere a la metafísica, la hemos visto desmoronarse a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, derivando paulatinamente en tantas convicciones como conciencias individuales existan.

En materia de fe y de costumbres habríamos abandonado así la era de la verdad y la certeza para entrar en la era de las convicciones, que en muchos casos se confunden con simples convenciones.

Una ficción que ilustra la actual realidad moral

El cuadro que se hace presente ante nosotros, está bien figurado en la introducción del libro “Tras la virtud” del filósofo y sociólogo británico Alasdair MacIntyre, a través de una imagen metafórica relativa a las ciencias naturales, que el mencionado autor denomina escuetamente “sugerencia inquietante”.
Imaginemos, dice, que las ciencias naturales sufren los efectos de una gran catástrofe. La población mundial culpa a los científicos de grandes desastres ambientales. Se producen motines, se asaltan los laboratorios y se les incendia, se da muerte a los físicos, los libros y los instrumentos son destruidos. El movimiento llamado “Ningún-Saber” toma victoriosamente el poder y procede a la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades, apresando y ejecutando a los científicos que restan. Pasa luego un cierto tiempo y la gente ilustrada que ha sobrevivido a la catástrofe promueve una reacción contra la mencionada ola destructiva anticientífica. Intentan resucitar la ciencia, aunque se encuentran con el problema de que han olvidado en gran parte lo que fue. Poseen apenas fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado sin embargo de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías sin relación tampoco con otro fragmento o parte de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotos y chamuscados. A pesar de todo, se recogen esos fragmentos y se les incorporan a una serie de prácticas que se materializan resucitando para ellas los títulos científicos de física, química, biología, etc. Los adultos involucrados en este esfuerzo disputan unos con otros sobre los correspondientes méritos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución y otras más, aunque poseen ahora un conocimiento muy restringido y parcial de cada una de ellas. Los niños son llevados a aprender de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que se está llevando a cabo no es ciencia natural bajo ningún concepto. Los contextos que serían necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han perdido, quizás irremediablemente. Algunos echan mano de expresiones como “peso atómico”, “masa”, “gravedad específica” con una ilación de lenguaje que recuerda los tiempos anteriores a la pérdida provocada por la gran catástrofe. Pero acontece en realidad que las premisas implícitas en el uso de esas expresiones habrían desaparecido y su utilización nos revelaría elementos de arbitrariedad y hasta de elección fortuita francamente sorprendentes. Se cruzarían razonamientos contrarios y excluyentes no soportados por ningún argumento.

¿A qué viene construir este mundo imaginario habitado por pseudocientíficos ficticios?, se pregunta MacIntyre. Y se responde: “La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en aquel mundo imaginario recién descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones-clave. Pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente- nuestra comprensión, tanto teórica como práctica de la moral”.

Agrego a lo anterior en forma libre, tres breves notas que respecto de esta crisis toma en cuenta MacIntyre y que contribuyen también a ilustrar nuestro tema:

Primero, la catástrofe sufrida por los habitantes de ese mundo imaginario debe haber sido de tal naturaleza que, con excepción de unos pocos, estos dejaron de comprender la naturaleza de esa misma catástrofe. Algo similar nos parece ver, diríamos nosotros, en el campo de la moral y los valores.
Segundo, en el cuadro de grave desorden que sufre hoy el lenguaje de la moral –y que anticipó la metáfora de la catástrofe científica- “a partir de conclusiones rivales podemos retrotraernos hasta nuestras premisas rivales, pero cuando llegamos a las premisas, la discusión cesa, e invocar una premisa contra otra sería un asunto de pura afirmación y contra-afirmación. De ahí, tal vez, el tono estridente de tanta discusión moral”.

Tercero, hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero, independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente confesado. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Con esto no se afirma sólo que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue, ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural.
Dejemos aparte ahora el desarrollo que acomete el filósofo británico y adoptemos simplemente estas consideraciones como pórtico para nuestra propia reflexión acerca del tema que nos ha propuesto el Santo Padre.

El proceso a Dios


Decíamos recién que hemos visto el quebrantamiento de los dos pilares –el religioso y el metafísico- que fundamentaban para nuestros mayores la moral y los valores. La religión ha dejado así paulatinamente de ser una referencia común para la sociedad occidental, mientras que a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, se produce el derrumbe de la metafísica. Entrase entonces de lleno en lo que es común llamar el proceso de secularización de la cultura.

Como en la revolución acientífica llevada a cabo por los del movimiento “Ningún-Saber” que imagina MacIntyre, se abre en el siglo XVIII un proceso sin precedentes, el proceso a Dios, como lo llama el historiador Paul Hazard. En el siglo XIX dicho proceso se transforma en un rechazo a Dios.
El ataque frontal contra la Iglesia católica y la fe cristiana desencadenado por el iluminismo del siglo dieciocho, que declara la fe cristiana irracional, mítica, legendaria, enemiga de la ciencia y del progreso, tiene portavoces como Voltaire, Bayle, Holbach Helvetius entre otros. Su visión destructiva de la religión y de la Iglesia se profundiza en el siglo diecinueve con Hegel, Feuerbach, Marx, Comte, Nietzsche, Freud; y en el siglo veinte con el comunismo, el nacionalsocialismo , y luego con sucesivas generaciones de pensadores antirreligiosos y anticristianos como Sartre y de científicos materialistas y agnósticos. Lo que continua hasta hoy, en las líneas generales que dominan la cultura -a pesar de espléndidas contraexpresiones- no desdice estos antecedentes, sino que los ahonda.

La tercera etapa vio asimismo en el siglo XX el advenimiento del hombre-demiurgo. El extraordinario desarrollo de los conocimientos científicos y avances, más extraordinarios aún, de una técnica que interviene en todos los campos, impulsaron al hombre a ocupar el lugar de un Dios en lo sucesivo ausente. “Desde ahora –escribía Jean Rostand– contamos con el medio para actuar sobre la cosa vital (...) porque hemos penetrado en los arcanos de la naturaleza. (...) La ciencia ha hecho dioses de nosotros antes que merezcamos ser hombres”.

La secularización en su estadio actual exige una separación radical de toda expresión religiosa o metafísica. No siempre rechaza a la religión como tal, pero sí la supuesta pretensión de modelar la sociedad como en el pasado y de orientar las costumbres. Cada individuo debe usufructuar de autonomía respecto a ella; la religión ha de convertirse en asunto exclusivamente privado.
El mundo se ha «despojado de sus dioses y su Dios», dijo Martin Heidegger. Y sucede, aparentemente, algo así como si lo divino, se hubiese retirado del mundo.

La cuestión de los valores hoy

Sin perjuicio del proceso de secularización descrito en sus grandes trazos, nos encontramos hoy a diario -principalmente en los medios de comunicación, escritos y sobre todo en los audovisuales- con una retahíla de intercambios y discusiones que dan lugar a lo que algunos llaman la “cuestión valórica”.
Se entiende en general por valor, en este marco, una opinión más estable, diferente de aquella otra que puede llamarse de coyuntura, como lo son en general las políticas, económicas o de índole semejante. Se homologará frecuentemente el tema del valor con un “reproche ético”. Entran en la categoría de la discusión de valores muy característicamente aquellas referidas a temas como la familia, el aborto, el derecho a la vida, la reproducción sexual y similares.

Nos encontramos aquí, sin embargo, con la necesidad de realizar una primera distinción. Pues un valor para ser reconocido como bien, necesita ser experimentado. Es esto algo de la esencia del valor cuando se trata del tema de la cultura.

Hablando en la Pontificia Universidad Católica de Chile a los constructores de la sociedad, durante su visita apostólica a nuestro país, así lo expresa el recordado Siervo de Dios Juan Pablo II: “La cultura es "el estilo de vida común (Gaudium et spes, 53c) que caracteriza a un pueblo y que comprende la totalidad de su vida: "el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan... las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social" (Puebla, 387). En una palabra, la cultura es, pues, la vida de un pueblo”.

La cultura, en otras palabras, sustantivo que deriva de cultivo, supone un tiempo y un cambio –el de la siembra y la cosecha decimos- e implica unos valores que nos hacen vivir y cambiar en una dirección consistente con ese desarrollo germinal.

La tradición aristotélica hablaba en este sentido de virtudes. Las virtudes las entendemos en cuanto fuerzas, capacidades de obrar. Los valores, mientras tanto, apuntan a bienes o cosas que son estimables.

Pero sea como fuere, virtudes o valores, unos y otros lo son en cuanto realidades vividas y no en cuanto meras opiniones. Si no son capaces de cultivar a la persona –en el sentido de germinar en ella un cultivo de su ser- estamos en el plano de simples justificaciones o entelequias racionales, sin vinculación entitativa con el bien, la verdad y la belleza. Se repetiría así, en el plano moral o del valor, la situación experimentada por aquellos que deseaban resucitar –en la ficción de MacIntyre- la ciencia fragmentada y desgajada de su contexto epistemológico, a consecuencia de la catástrofe producida por la revolución anticientífica que desencadena el movimiento “Ningún-Saber”.

Todo lo cual nos pone de frente a la crítica de Nietzsche , quien formula una suerte de interesado “J’acusse” (“Yo acuso”): el nihilismo es la situación en la que los valores se resquebrajan, dejan de tener fuerza, pierden su finalidad, donde no existe respuesta a la pregunta por qué, dice el autor de la “Genealogía de la moral” y de “El Anticristo”. Se les ha situado, a los valores, en una esfera en la que no se les puede vivir, transformándose estos en meras justificaciones de la razón y de la voluntad de poder.

“Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado”, grita Nietzsche. “Hemos cambiado el sentido de los valores, se les ha subvertido (se refiere a los valores trascendentales de la metafísica: la unidad, la verdad, el bien, la belleza). ¿Cómo es que no estamos temblando frente a la oscuridad que viene? ¿Cómo podrá el hombre vivir con esta realidad?”, se pregunta. A lo cual responde: sólo el Superhombre es capaz de sobrevivir en esta situación. Se burla entonces con sarcasmo de los que pretenden crear una moral después de haber dado muerte a Dios. ¿Tener en esa situación una moral? Absurdo, responde Nietzsche.
Con diabólica lucidez, el filósofo saca las consecuencias –aplicadas a la historia humana que tiene ante sus ojos- de los dichos de la serpiente en el Paraíso. Los valores suponen por definición, ya dijimos, un algo estimable, pero su apreciación como tal supone a la vez un apetito ordenado. El fruto del árbol del Paraíso era apetitoso a la vista. Lo era, como lo son tantos bienes antes y después de la subversión provocada por la revolución nihilista que saluda Nietzsche, la que hizo despertar en el hombre poderosas fuerzas que, según él, la “moral judeo-cristiana” había enseñado a refrenar. Y entonces proclama: “Lo que hasta ahora era lo más valioso sobre la tierra, resulta lo más despreciable. Y lo que era lo más despreciable, es ahora lo más valioso”. Como en el Paraíso, glosamos nosotros, donde el valor estaba en Dios y era según Dios, y la tentación de la autonomía lo quiso hacer del hombre y según el hombre.
Nietzsche habla desde el lenguaje de la subversión de los valores. Lo vital para él no es vivir según Dios, sino gozar lo apetitoso del fruto, sin Dios. Vivir “dionisiacamente”. Pero fue Dios quien entre tanto hizo el fruto –hizo todas las cosas y todo lo hizo bien- y así, el esfuerzo de una “antropología creatural”, opuesta a la tendencia histórica que comentamos, apuntaría por el contrario a redescubrir la estimabilidad y belleza que las cosas tienen según Dios.

La salud no está en dejarse llevar por las fuerzas “dionisíacas” del “eros”, sino por un amor razonable y verdadero. Pues Cristo, que no vino a condenar al primer Adán y a la primera Eva, sino a redimirlos, “viene a renovar lo que es don de Dios en el hombre, cuánto hay en él de eternamente bueno y bello, y que constituye el substrato del amor hermoso. La historia del “amor hermoso” es, en cierto sentido, la historia de la salvación del hombre”, nos dice Juan Pablo II en la Carta a las Familias. “Cuando hablamos de ‘amor hermoso’, hablamos, por tanto, de la belleza: belleza del amor y belleza del ser humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este amor”, agrega.

Para ahondar en la comprensión de la dualidad moral y valórica aquí planteada, y en las premisas de una verdadera “antropología creatural”, conviene leer con cuidado la primera parte de la encíclica Deus caritas est. El Papa Benedicto XVI se detiene allí en los conceptos de “eros” y “agapé”, como expresión del amor humano, según el uso dado a uno y otro de estos términos por los griegos y también por el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con claridad y hondura, llama nuestra atención en el comienzo de esta carta hacia lo siguiente: relegar la palabra eros por la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, “denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor”. Y agrega, en directa relación con lo que veníamos tratando: “En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad (la del amor entendido como “agapé”) ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche –sigue diciendo el Papa-, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?” (hasta aquí la cita de Deus caritas est).

“Antropología creatural”(y real dimensión del “Eros”)

Lo característico del amor cristiano –al que damos el nombre de agapé- es la oblación, el don. La cultura pagana, principalmente la griega, rendía culto por el contrario al amor vehemente y posesivo, es decir, el eros. El judeo-cristianismo no rechazó el eros, sino que combatió, desde el Antiguo Testamento, la desviación destructora que conduce a transformarlo en falsa divinidad, que le priva de dignidad y lo deshumaniza. “El eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser (...) (Mas para ello) hace falta una purificación y una maduración, que incluyen también la renuncia. Esto (en cualquier caso) no es rechazar el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza (...) Porque ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte cuerpo y alma”.

En la ribera opuesta de la Weltanschaung nietzschiana –que supone un eros envenenado por el cristianismo- Benedicto XVI nos recuerda los fundamentos religiosos y asimismo metafísicos que es imperioso guardemos en nuestros corazones hoy, cuando esa oscuridad presagiada por el filósofo ha caído sobre el mundo, a fin de animarnos a recuperarlos para la cultura en general: “El aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión (…) es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el agapé.”

Esta imagen de amor-eros por su pueblo, fundido y purificado en agapé de Dios, Único Señor , se corresponde muy justamente con el matrimonio monógamo e indisoluble. “El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano”. Esta verdad, como orientación de su amor, la encuentra plenamente el cristiano en la cruz y en la comunión, que nos hace un cuerpo, aunados en una única existencia. Por lo que se entiende asimismo que uno de los nombres de la Eucaristía sea propiamente agapé.
En dicha perspectiva ya no se ve al otro con los propios ojos y sentimientos, sino con los de Jesucristo. “La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en esta comunión de voluntad que crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío”.

La acusación de Nietzsche, según la cual el cristianismo habría “envenenado” el eros, queda pues completamente refutada.

“Cruel tirano Herodes, por
qué temes que Cristo venga? No
usurpa los reinos de la tierra, el
que viene a dar los celestiales”

El himno de la primera víspera de la fiesta de Epifanía que celebramos hace pocos días desvirtúa poéticamente lo temores que padece el hombre de nuestro tiempo, heredero de la cultura ilustrada.

Los valores y el problema del relativismo

Nietzsche no podía o no quería ver que la única forma en que los valores recuperaran entidad y fuesen consonantes para el hombre era acudiendo al puente de lo que llamamos teológicamente la gracia. Sin considerar las virtudes teologales –la Fe, la Esperanza, la Caridad- hablar de valores en el contexto histórico en que nos sitúa el filósofo, viene de nuevo a ser consonante con el nihilismo. Volvemos al escenario de los valores entendidos como entelequias lingüísticas. Justificaciones a posteriori de opciones hechas por la voluntad, sin tener realmente en cuenta los valores propiamente dichos. Engendro del más puro relativismo.

La única forma de ser razonable en la línea del logos, es que la razón brote de la experiencia. Esta radical formulación de Don Giussani se entiende perfectamente al mirar la experiencia de la santidad en la historia de la Iglesia. La verdadera presencia del actuar divino se descubre porque esas virtudes teologales, de las que recién hablamos, verdadero y último fundamento de los valores, son una energía que visiblemente rehace la faz de la tierra. No podría confundírsele en caso alguno con algo estático o con cierto motor inmóvil. Se nos aparece asimismo como una expresión de belleza, en refulgente sintonía con la verdad y la bondad que transforman, y por tanto en profunda afinidad con lo entitativo de los valores. La verdad es el alma de la belleza, enseñó Guardini.

Esta racionabilidad, coherente con el logos y con la experiencia viva –que es lo propio de lo que llamamos valor- se ha de ver asimismo en el marco de una experiencia mucho mayor, en el tiempo y en el espacio, como es la solidariedad intergeneracional, o lo que comúnmente conocemos como tradición. La continuidad en el amalgamiento de los valores por parte de las distintas generaciones e instancias de la sociedad civil, constituye algo que podríamos llamar un “consenso profundo”, por contraste con aquel otro consenso del que oímos hablar a diario en los distintos medios, y que corresponde al acomodo interesado de “valores” o como quiera llamárseles, en todo caso en su versión de entelequias racionales.

Como puede fácilmente entenderse, y más allá de cualquier crisis, nos hallamos en este punto frente a una experiencia de communio cuyo natural efecto es el cultivo como personas de quienes participan de ella. Sin duda que, en este orden de comunión, la familia –“escuela del más rico humanismo” como la llama la Constitución Pastoral Gaudium et spes - nos ilumina por encima de cualquier otro cuerpo social. Su capacidad de transmitir cultura de generación en generación y ofrecerse como matriz de convivencia en todos los ámbitos públicos y privados, no tiene equivalencia. Sabemos que es en su seno donde se fragua el futuro de la humanidad.

Subrayando lo que específicamente nos ocupa – los valores- tenemos en la familia, a la luz de lo anterior, el paradigma de lo que socialmente es un bien o valor en sí mismo. Vemos, en efecto, como el consenso profundo de los siglos la consagra como tal. No está su bien específico en que ayuda a las personas a sobrevenir dificultades de una u otra índole, cuya lista sería largo enumerar. No. Lo propio del valor familia es el de una comunión que cultiva y cambia a las personas que de ella forman parte, rasgo intrínseco de su eclesialidad. Obra así también como genuina matriz del resto de los organismos que componen la sociedad civil. Su destrucción, debemos comprenderlo, no radica en la dispersión de sus partes –como sería el caso de una sociedad comercial cualquiera- sino en la extinción de la misma. Lo que es un valor fundado en una experiencia de bien común, como es la familia, sólo sobrevive en comunión y no es susceptible de fragmentación; si se le fragmenta se acaba ese bien. Así sucede también, por ejemplo, aunque en menor medida, en el caso de la escuela - que nace de la familia- cuya destrucción más que la dispersión de la materialidad de sus instalaciones, estriba en la extinción de ese valor consistente en la comunidad de maestros y discípulos.

De seguir con el mismo ejercicio, veríamos que son también esos valores reconocidos como tales, los que dan su cuerpo real a la Doctrina Social de la Iglesia. Replegarse así en enunciados sobre el destino universal de los bienes, la solidariedad, el principio de subsidiaridad, el orden justo y otros, sin tener como punto de partida a la persona, la familia, la comunidad de trabajo, la experiencia de los grupos intermedios, la escuela, vale decir, la sociedad civil, puede arrastrar al enunciado de verdades parciales, cuando no de simples entelequias universales. Es lo que a menudo vemos en las ya clásicas confrontaciones ideológicas que disputan por más espacio para el Estado o para el Mercado. A decir verdad, en tanto no aparezcan en el horizonte las personas y sus necesidades reales, cualquier discusión, incluso de temas tan atinentes como la subsidiaridad o la solidaridad, corre el peligro ya señalado.
Engendro del más puro relativismo, dijimos. En efecto, si se habla de relativismo de los valores, el problema debe ser visto en el plano de la experiencia. Pues este relativismo tiene que ver, más que con el lenguaje y los discursos, principalmente con los quiebres familiares, con la secularización de la mujer , con la crisis social de la figura del padre , con la voluntad de no compromiso, y tantas y tan variadas actitudes del género. El valor no se sostiene en un discurso, como es claro, sino en un modo de ser persona.

Obstáculos mayores

En el contexto globalizado en que vivimos, hay dos grandes factores -a los que no podríamos dejar de referirnos- que parecen incidir de modo particularmente negativo con respecto a la entidad de los valores que buscamos resguardar y fortalecer.

A) Uno es el problema que deriva de la técnica, tal cual es a menudo concebida hoy. “Cuando la tecnología deja de tener raíces profundas en la cultura, se transforma en una tecnocracia ciega a las necesidades humanas”. Hablamos por cierto de una técnica no comprendida como servicio al otro, sino como valor supremo, desvinculado de los valores de la persona, y que gira, con respecto a ésta, en torno al binomio eficacia-sustituibilidad. El parámetro por el que se mide la civilización tecnocrática es evidentemente la eficacia ; la tecnología por definición es eficacia. Si hay una parte que no funciona, se la cambia; lo mismo en cuanto al procedimiento, se busca otro.

Nadie podrá negar la íntima satisfacción que producirá en una persona ser eficaz en lo que hace, en sus labores profesionales, en la atención de su familia, y así en adelante. Pero en este último caso se trata de una eficacia entendida como un valor subsidiario, incardinado, por decirlo así, en las virtudes teologales que dan, según vimos, entidad al valor. Separadas de esas virtudes teologales, como sucede en el contexto secularizado de la cultura actual, la eficacia se traduce en una máquina despersonalizada. La afirmación de que cada ser humano es una persona, una vocación única de Dios, que la multiplicidad y variedad de los seres humanos enriquece a la humanidad, todo ello se termina con el binomio eficacia-sustituibilidad. Se lo defina o no como parámetro de la moral utilitarista, el hecho real es que tenemos hoy como criterio dominante o generalizado, que la legitimación de cualquier persona o acción es dada por la eficacia a secas.

Especialmente preocupante resulta, en este mismo sentido, la circunstancia de que el fenómeno de la globalización está imponiendo, a todo el mundo, una concepción de la felicidad como puro producto progresivo de la tecnociencia. En esta visión de las cosas -donde se hace tan particularmente ausente la virtud teologal de la esperanza- no queda ya lugar para el alma, la resurrección de la carne, ni la vida eterna.

B) El segundo gran obstáculo para la entidad de los valores proviene, con toda evidencia, de los medios de comunicación de masas.

Se trata, en cierto modo, de la situación ya muchas veces expuesta por el magisterio de la Iglesia y que recoge, por ejemplo, con toda claridad Juan Pablo II en la Carta a la Familias. Es el drama de los modernos medios de comunicación sujetos a la tentación de manipular el mensaje, falseando la verdad sobre el hombre, produciendo con ello profundas alteraciones en este hombre de nuestro tiempo, a punto de poder hablarse en este caso de una “civilización enferma”.

Dicha enfermedad tiene sin duda mucho que ver también con la cuestión de la técnica, tratada en el punto anterior. Una civilización sana, entre otras cosas es aquella que convive con las personas y con las realidades, y se atiene a ellas. La velocidad de la comunicaciones, el prurito de trabajar éstas en el “tiempo real”, lleva a los medios a vivir en la anticipación de la información, a no esperar, a desarrollar la costumbre de generar expectativas, todo lo cual trastorna la percepción de la “realidad real”. ¿No explica ello en parte el tráfago incontenible de atribuciones e imputaciones de todo tipo que circulan en los medios con perfecta indiferencia de la verdad?

A esa dimensión del problema se añade sin embargo otra, que tampoco le es ajena. Los medios de comunicación, tomados por esa dinámica del “tiempo real”, provocan cada vez más una acentuación del corto plazo y del presente, en perjuicio del mediano y largo plazo. La vigencia de la información es breve y se olvida luego. Como éstas son efímeras, los medios valoran también lo efímero, el instante. Sobra decir, pues lo tenemos a la vista, cuánto este criterio de temporalidad se traspasa también a la actividad política, cada vez más dependiente de esos medios, con grave perjuicio de su dimensión cultural, dimensión llamada a formar tradiciones y a realizar una transmisión intergeneracional de valores -indispensables para la estabilidad democrática- sólo infundibles al precio de la claridad, la paciencia y el tiempo.

La creciente dependencia en que vive la población de los muy variados medios que la técnica va cada día ofreciendo –al margen de la provechosa utilidad que obviamente puede generar su buen uso- va por otra parte generalizando el hábito mental de vivir “conectado”, situación alarmante en cuanto se superpone y desplaza el natural y personal vivir “comunicado”. Mientras lo segundo, lo dice la palabra, es propio de la comunión interpersonal, no sucede lo mismo con la conexión, crecientemente impersonal, paralela a -y sintomática de- la soledad en que vive el hombre contemporáneo.

El traspaso de esta problemática realidad al tema del lenguaje, puede desde luego observarse en todos los niveles. El lenguaje existe por que existe otro. Puede afirmarse, por la propia experiencia de la historia de la cultura, que en la medida en que ese “otro” –con letra O mayúscula ó minúscula- ha sido sentido más fuertemente, el lenguaje se ha enriquecido hasta alcanzar cumbres absolutamente admirables. La desaparición del otro, su traslación al plano de la realidad virtual, tendrá en seguida efectos -hoy por lo demás muy visibles - en la “deconstrucción” del lenguaje, tanto del hablado como del escrito, particularmente en el ámbito de la red. Decíamos que este fenómeno degenerativo se desarrolla en todos los niveles. No es necesario extendernos en demasiados análisis. Cada uno en su país puede hacer la experiencia…


“La familia es una escuela del más rico humanismo”

Sólo cuando otros nos reconocen, sea a través de vínculos de amistad, de los afectos familiares o de la fraternidad en el trabajo, tenemos verdaderamente la sensación de existir. Cuando nadie te ve, tienes la idea de no existir. En un mundo en el que los hombres están solos -porque este mundo es el de las grandes masas pero lleno de hombres solos, de hombres que no son reconocidos por los otros y que perciben su propia vida como si no tuviera significado- es fácil ser capturado en el plano de los valores, o más precisamente de los contravalores, por distintas formas de nihilismo. Nos explicamos perfectamente la atribución de Robert Spaemann para nuestro tiempo como siendo el del “nihilismo banal”.

Importa pues constatar que el reconocimiento del misterio de la vida –el de los valores, que tenemos el tiempo de nuestra existencia terrena para descubrir y vivir- está necesariamente vinculado a una relación humana. De ahí también las dificultades que registramos hoy para una auténtica experiencia religiosa. Falla a menudo ese factor humano que radica en la conciencia del otro, siendo que la experiencia religiosa siempre está relacionada al vínculo con el otro, está relacionada con una gratuidad que se muestra en un rostro, en una persona diferente de uno mismo.

En lo que a veces se ha llamado una “sociedad líquida” –por referencia a este mundo de relaciones humanas veloces, evanescentes, ocasionales y efímeras- cuesta sin duda bastante esfuerzo madurar una relación. Ello torna también difícil la experiencia del misterio de la vida. Porque dicha experiencia tiene que ver muy directamente con relaciones humanas verdaderas. Tiene que ver con el hecho de que me deje provocar y tocar por la humanidad del otro. Pues esa humanidad del otro, que ya es grande, es signo de algo aún más grande que la naturaleza. No andaba en este sentido descaminado el pensador hebreo Emanuel Levinas, muerto recientemente, al afirmar que el rostro del otro es la huella del infinito.
Esta relación entre la experiencia del otro y la experiencia de Dios –el valor religioso por antonomasia- la expresó con particular belleza el Concilio, recordándonos que el Señor Jesús, “ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor. Esta semejanza muestra que el hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo”.

La gran “revelación”, el primer descubrimiento del otro, es la familia . El hombre de hoy no puede aprender de la moderna cultura de masas los contenidos del “amor hermoso”, observa el Siervo de Dios Juan Pablo II, quien nos recuerda que éste se aprende en cambio rezando, y rezando “con aquel escondimiento con Cristo en Dios” que enseña San Pablo.

Es la oración que inspiró en el umbral de la nueva alianza el “amor hermoso” de José y de María, y que hizo a José , informado por el ángel del Señor y obedeciendo su mensaje, acoger el don precioso de la Encarnación del Verbo en las entrañas de la Virgen, fuente y cimiento de todo genuino valor.

Filosofía Aquí y Ahora - Capítulo 1: ¿Por qué hay algo y no más bien nada?

Pongo a disposición de los alumnos y de toda persona que llegue a este blog, capítulos del programa Filosofía Aquí y Ahora del filósofo argentino José Pablo Feinmann.
Lo hago porque considero que hace una presentación interesante de la filosofía llevándonos a planteos existenciales que nos pueden ayudar.
Sin embargo, eso no significa que esté de acuerdo con todos y cada uno de sus razonamientos, reflexiones y afirmaciones.
De hecho, considero que realiza comentarios críticos "no constructivos" acerca de la Iglesia Católica que no hacen a la esencia de la reflexión y que bien podrían haberse evitado.
Por eso, aconsejo ver los programas con sentido crítico, tomando lo bueno de sus enseñanzas filosóficas y dejando lo negativo.

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Sumario:
1 - ¿Por qué un curso de filosofía?
2 - ¿Por qué filosofía aquí y ahora?
3 - ¿Cuáles son las preguntas de la filosofía?
4 - ¿Qué hacemos de lo que hicieron con nosotros?

Sinopsis: ¿Por qué un curso de filosofía? El ser humano y las preguntas de la filosofía: el hombre como ser finito que sabe que muere y, sin embargo, sigue viviendo y piensa su situación en el mundo. ¿Por qué “Filosofía, aquí y ahora”?, pensamiento situado. El poder de los medios y la colonización de la subjetividad. René Descartes y el discurso del método: la duda metódica. ¿Qué hacemos con lo que hicieron de nosotros?, condicionamientos y responsabilidad: somos lo que elegimos ser.