viernes, 25 de septiembre de 2009

La pregunta por el sentido de la vida

Por Ricardo Yepes Stork

La pregunta por el sentido de la vida no suele plantearse mientras todo va bien, sino precisamente cuando se quiebra la ilusión de que, en efecto, todo va según nuestras previsiones, de que las cosas nos salen conforme a lo que queríamos. Y es que la realidad es tozuda y se empeña en quitarnos la razón y en darnos disgustos, problemas y dificultades que nos cansan, nos abaten e incluso nos quitan la ilusión de seguir luchando. En suma, la experiencia del fracaso, algo que no podemos evitar, es la que nos plantea la pregunta por el sentido de nuestros esfuerzos, de nuestros trabajos, y en definitiva de nuestra vida. Así es como ordinariamente surge la cuestión.

Vivir es una tarea esforzada. Esto no hay que verlo como una cosa rara, que no debería ser así. Es así, y que lo sea en cierto sentido es natural, puesto que se da siempre en todo ser vivo, y en todo hombre, una cierta "lucha por la vida". Vivir es ya un éxito continuo de la vida, frente a la amenaza de los peligros, las enfermedades, la falta de recursos y la muerte misma. El mismo fenómeno biológico de la vida es ya un esfuerzo continuamente coronado por el éxito. Por eso no debe extrañarnos que las cosas sean difíciles y cuesten trabajo.

Lo que el hombre necesita para encontrar sentido a su vida es tener una justificación para sus esfuerzos, es decir, disponer de un objetivo y un fin claros, a cuya consecución se dedica la tarea de vivir y de llenar un día y otro de trabajo. Cuando se tienen objetivos claros para la propia vida, los esfuerzos se ven como parte del camino que hay que recorrer para alcanzarlos, y por tanto luchar tiene entonces un sentido muy claro: llegar a donde queremos.

 

La pérdida del sentido de la vida

Tener objetivos claros es el primer requisito para trazarse proyectos de vida que consistan en alcanzar los fines, valores e ideales que queremos hacer nuestros. Quien carece de fines para la propia vida carece también de proyectos para llegar hasta ellos. En consecuencia no tiene ninguna tarea que llevar a cabo. La ausencia de proyectos vitales origina desocupación, falta de tareas sentidas como propias. A lo sumo, el trabajo entonces es una especie de obligación forzada, que uno se ve obligado a realizar sin ganas, e incluso contra su voluntad. Además, la ausencia de proyectos y tareas vividas como propias genera algo que es el terreno donde acontece la pérdida del sentido de la vida: la falta de ilusión.

Quien no sueña, no desea, no anhela realizar sus pretensiones, quien no sabe lo que es vivir ilusionadamente, ése fácilmente se encontrará, al despertarse por la mañana, con un panorama gris, mortecino, que fácilmente induce al hastió, al asco y al deseo de huir hacia un mundo donde se den esas ilusiones que ahora faltan y que son el verdadero motor de las tareas y las vidas humanas. Sentir al levantarse que lo que nos espera es la infelicidad, estar a disgusto, enfrentarnos a tareas que nos resultan odiosas: esa es la situación desde la cual no se encuentra que sentido tiene vivir una vida así. Lo cotidiano resulta entonces feo, sucio, sin atractivo, y uno le vuelve la espalda: no querría siquiera salir de la cama, no se ve que valga la pena.

En esa situación caben dos opciones. La primera es confirmarse en la idea de que, en efecto, una vida así no merece la pena ser vivida. La consecuencia inmediata es la caída en un estado de pesimismo que paraliza a la persona y la llena de amargura y disgusto interiores: es una especie de "quedarse en la cama". Si ese estado de ánimo se hace permanente, y la persona no encuentra la salida de él, puede sobrevenir una cierta desesperación ante la vida, e incluso el deseo de que ésta acabe cuanto antes, puesto que vivir así es bastante horrible.

La gama posible de las actitudes desesperadas, pesimistas y amargadas es muy grande y variada, y hay mucha gente que se encuentra sumida en ellas, sin saber como superarlas. El grado mas extremo es la pérdida del deseo de vivir, que puede llevar incluso al intento de anulación de la propia vida. Pero una actitud tan desesperada no es lo ordinario. Es más normal el convencimiento de que el fracaso es inevitable, o la idea de que nada vale la pena, de que todo esfuerzo es inútil ante un destino inexorable. Incluso cabe llegar a pensar que la vida es absurda, y que lo mejor es vivir como si creyéramos en algo para no tener que enfrentarnos con el vació de sentido que hay en el mundo.

Estas soluciones son las que responden negativamente a la pregunta por la existencia de la felicidad y del sentido de la vida: ni una cosa ni otra son posibles, ni tiene sentido buscarlas. El hombre, según ellos, solo puede ser feliz en la medida en que olvida este fondo oscuro y sombrío de la existencia. Se trata de una postura muy amarga, que convierte la tarea de vivir en una carga insoportable. Por eso poca gente acepta permanecer en esta actitud. Incluso a veces hacerlo tiene algo de patológico.

La segunda solución, aunque resulta ser más "casera" y realista, se parece un poco a la anterior, aunque no tiene la carga pesimista de aquella: consiste en poner entre paréntesis la vida cotidiana e inmediata y dedicarnos a olvidarla, a mirar hacia otro lado mientras la vivimos. Es la situación de las personas que en el fondo están descontentas consigo mismas y con lo que hacen: lo cotidiano les llena de malhumor. En tal situación la salida más evidente es huir de uno mismo y de la vida que se está viviendo. La manera mas fácil es buscarse mundos alternativos, o volcarse en la exterioridad, fragmentarse en mil pequeños momentos de diversión, de un "pasarlo bien" que es pura exterioridad, fuera de lo que uno verdaderamente es. Es la vida frívola, atomizada, dedicada a explotar la felicidad momentánea que dan los placeres de la vida, grandes y pequeños, legítimos e ilegítimos.

Sin embargo, esta solución deja en hueco el fondo de la vida, y no resuelve el problema de la propia identidad. El destino de tales personas parece cifrarse en olvidar quienes son en el fondo y de verdad. Esa es una pregunta que no interesa: no hay que buscar "interioridades", sino "exterioridades" que ayuden a tapar asuntos para los que no hay respuesta.

 

Las tareas que llenan la vida

Como es fácilmente imaginable, el sentido de la vida se encuentra cuando ésta tiene un contenido y un "argumento" que le dé emoción, intensidad y recompensa. Ese contenido se obtiene en primer lugar de lo que antes se aludió: una tarea esforzada, vivida ilusionadamente, en pos de los valores, ideales y objetivos en los que se cifra nuestro proyecto vital. Si el trabajo es eso, entonces se justifica por sí mismo, e incluso puede vivirse de una manera ilusionada, puesto que pasa a ser parte de una obra propia, que es aquello que uno lega al mundo y a los hombres de su tiempo, como hace un artista, un escritor o un ingeniero, y como puede hacer cualquier profesional con el fruto de su trabajo.

Pero en segundo lugar, y en mucha mayor medida, el sentido de la vida se encuentra en aquellas personas a quienes uno destina todo lo que es capaz de hacer, sentir y amar. Quien tiene un amor en la vida ya ha encontrado el sentido de ésta: sólo falta que la persona amada corresponda a nuestro amor para que el flujo recíproco funde un ámbito de vivir ambos ilusionados e incluso enamorados. La persona amada es la destinataria de nuestros esfuerzos, de nuestros trabajos, porque lo que con ellos consigamos, y la misma lucha de conseguirlo, se convierte en don que se otorga a la persona amada para hacerle el bien, para que ella sea feliz.

Lo más alto y lo más profundo de lo que el hombre es capaz es el amor correspondido. No hay ninguna otra cosa que llene más la vida y la intimidad, ni siquiera la grandeza de legar a los hombres una gran obra. Ni el poder, ni el dominio sobre la naturaleza, ni la posesión de una gran ciencia, ni el desarrollo de la propia creatividad artística son capaces de dar lo que nos da la sonrisa de la persona que nos ama. Vale más destinarse a una persona que poseer sin ella todo el universo. Por eso, el mejor aprendizaje para encontrar el sentido de la vida es aprender a amar, algo bien distinto a simplemente "sentir que se ama", puesto que amar es tratar bien a la persona amada, tratarla como ella se merece, darle lo que le hace feliz, y eso es algo que implica un modo de comportarse muy específico, que es el que verdaderamente funda sobre un cimiento sólido el puro sentimiento del amor.

Compartir la vida con los otros

Todo lo que se ha dicho hasta aquí tiene, pues, un corolario: encontrar el sentido de la vida no es una tarea que puede realizarse en solitario. En primer lugar, porque las tareas que llevan a cabo los propios ideales uno las emprende no tanto porque se le ocurran espontáneamente como porque otros le ofrecen la oportunidad de realizarlas, o al menos le ponen en el camino de entusiasmarse con ellas y llegar a convertirlas en el propio proyecto vital. Las tareas que llenan la vida surgen muchas veces de oportunidades encontradas y aprovechadas. Cuando uno tiene una oportunidad y no la aprovecha, la pierde, quizá porque no se da cuenta de su alcance.

En segundo lugar, el sentido de la vida se encuentra más fácilmente cuando existen unos bienes comunes que se comparten con quienes están unidos a nosotros. Cuanto más profundamente unidos estemos con ellos, tanto más rico es ese compartir, y tanto más nos enriquecemos, tanto menos solos nos quedamos. La compañía de los demás, vivida como amistad, ayuda, amor o participación en tareas comunes, ayuda a sentirse útiles, comprendidos, apoyados y beneficiados por la tarea común que a todos nos reúne y en cierto modo nos protege.

Quienes tienen un vivo sentido de la presencia de los demás en su vida, quienes hacen de ella una conversación continuada y una tarea vivida en compañía, tanto menos están en peligro de que la pregunta por el sentido de la vida les atenace, tanto menos posibilidades tienen de sucumbir a su propio fracaso y quedarse paralizados, en aquella situación que al principio se dijo que era la causante de que surja la pregunta por el sentido de la vida, esa pregunta que no surge cuando las cosas nos van bien, en compañía de otros, porque entonces tenemos una clara justificación para nuestros esfuerzos.